En el s. XVIII, como había ocurrido en el XVI, se publica un gran número de proyectos utópicos más o menos inspirados en la Antigüedad. Estas utopías confirman casi siempre que el fundamento de la vida colectiva está en el Estado. ¿Cómo organizar este Estado para que se encuentre al abrigo de las pasiones personales y de las reacciones irracionales de los pueblos? Confiando el poder a un soberano que conserve una parte de su carácter divino, a causa de su nacimiento privilegiado, y que sea lo suficientemente «ilustrado» para gobernar no en función de sus intereses personales, sino en bien de sus súbditos.
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