Isabel gobernó casi sola, con la ayuda de consejeros íntegros y solícitos, entre los que destaca William Cecil, que permaneció a su servicio hasta 1598. Las decisiones fundamentales se tomaban dentro de un Consejo privado, cuyos miembros eran elegidos por la reina. Consultaba al Parlamento, compuesto por la Cámara de los Lores y la de los Comunes, lo menos posible. Para intentar reconstituir la unidad religiosa del reino buscó un compromiso entre Roma y la Reforma. La Iglesia anglicana, que legitimaba su función de reina, conservó todos los ritos del catolicismo romano, a los que los ingleses se sentían vinculados, pero quedó libre de toda obligación con el Papado.
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