La capeta en el invierno

No recuerdo cuándo fue. Sé que hace tiempo. Era una tarde huracanada y lluviosa del mes de enero. Los lejanos montes estaban cubiertos de nieve. Desde la ventana de la casa de un cazadero en que yo me hallaba, veía cómo los árboles se torcían al impulso del viento, mientras la tierra se llenaba de agua. Los labriegos habían abandonado los surcos, y los más valientes tornaban de prisa a la aldea, refugiándose detrás de la yunta, con la cabeza tapada por la manta. Negro el cielo, trágica la tierra, todo lo vivo buscaba un escondite en que guarecerse. Y nosotros, los felices cazadores, mientras ardía en la chimenea un montón de leña, esperábamos la hora de la suculenta comida. Iban y venían los criados del rico anfitrión preparando la mesa con la elegancia y el lujo de quien «hasta entre tomillos es señor». Seguía yo mirando por el turbio vidrio de la ventana, y dije: «Esto es el desierto. El miedo al temporal ha ahuyentado a los hombres...» Pero de repente...

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