La espada y el arado

Mientras Madrid se estremecía con la agitación huelguística y el tumulto espantaba a los tímidos, salime yo por una de las puertas viejas de Madrid en busca del campo: manera de apartarse de las tristes impresiones de la villa coronada. Y apenas anduve un cuarto de hora cuando descubrí sobre un descampado numerosa tropa militar que a las órdenes de los instructores aprendía y perfeccionaba los movimientos tácticos. Y poco más allá vi en una extensa llanura a un labriego que guiaba su pareja de mulas, hincando en la tierra el arado. Dos hechos insignificantes, vulgarísimos, repetidos en todo el haz de la tierra española, sin que merezcan comentarios ni causen impresión. Y, sin embargo, la facilidad emotiva de los viejos me detuvo ante la una y la otra escena... Dejaba yo atrás a la ciudad hirviente en contiendas estériles, destructoras, inicuas, y en la fría tarde, nubosa, se me presentaban dos ejemplos salvadores: el pelotón de los bisoños que han jurado el amor a la...

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